lunes, 25 de abril de 2011

Historia (Patakies)


Iboru, Iboyá, Ibochiché

Olofi había llamado uno a uno a los babalawos para preguntarles dos cosas. Como ninguno le había adivinado lo que él quería, los fue apresando y afirmó que si no eran capaces de adivinar, los iba pasar a todos por las armas.
El último que mandó a llamar fue a Orula, el que enseguida se puso en marcha, sin saber qué estaba sucediendo.
En el camino Orula se encontró con una muchacha que estaba cortando leña y le preguntó cómo se llamaba, a lo que ella le contestó que Iboru. La muchacha le dijo a Orula que lo importante era ver parir la cepa de plátano. Orula le regaló una adié y Owo.
Más adelante Orula dio con otra muchacha que estaba lavando en el río la que dijo llamarse Iboyá, y le contó que Olofin tenía presa a mucha gente. Orula la obsequió con los mismos regalos que a la anterior.
Por último, Orula encontró en el camino hacia casa de Olofin, a muchacha llamada Ibochiché y ella le contó que Olofin quería casar a su hija. También le dio una adié y owo.
Cuando llegó al palacio, Olofin le dijo que lo había llamado para que él le adivinara unas cosas.
–¿Qué tengo en ese cuarto? –preguntó Olofin.
–Tienes una mata de plátano que está pariendo –contestó
–¿Y qué yo quiero que tú me adivines?
–Que quieres casar a tu hija y por no adivinarte tienes prisioneros a mis hijos.
Olofin sorprendido mandó a soltar a los babalawos presos y gratificó a Orula.
Cuando el sabio se iba, Olofin le dijo: “mogdupué”. Y Orula repuso que desde aquel día él prefería que le dijera: “Iboru, Iboyá, Ibochiché.”

El Nacimiento de Eleggua

El rey Okuboro y su esposa Añakí tuvieron un hijo al que llamaron Eleggua. Fue un niño inquieto y juguetón que gustaba de hacer travesuras.
Cuando ya era adolescente, salió un día de paseo con su séquito y al pasar por un terreno donde la hierba estaba muy alta, el príncipe ordenó detenerse, se encaminó a la enmarañada manigua y anduvo hasta un lugar donde le parecía haber visto una misteriosa luz.
Allí encontró un coco seco al que le brillaban dos pequeños ojos y con gran respeto lo recogió, ante el asombro de sus acompañantes, que no entendían cómo un objeto, al parecer insignificante, había logrado apaciguar al inquieto muchacho.
Cuentan que nadie hizo caso al hallazgo del príncipe, por lo cual este lo dejó detrás de la puerta y se encerró en sus habitaciones.
Tres días después Eleggua falleció y el coco comenzó a brillar con tal intensidad que todos quedaron sobrecogidos.
Pasado el incidente olvidaron el coco. Sobrevino una cadena de catástrofes naturales, guerras y hambrunas que estaban destruyendo al pueblo. Alguien tuvo el tino de acordarse del coco que yacía olvidado detrás de la puerta del palacio y fueron a buscarlo, pero ya lo encontraron podrido y lleno de insectos.
Acordaron entonces botarlo en el mismo lugar en que el fallecido príncipe lo había encontrado. Cuando lo arrojaron, chocó con una piedra y se partió en cuatro pedazos, dos quedaron con la masa hacia arriba y dos hacia abajo. De inmediato la piedra se iluminó como antes lo había hecho el coco. Los presentes la tomaron con mucho respeto, la llevaron al palacio y la colocaron detrás de la puerta.
Allí recordaron siempre la memoria del príncipe Eleggua y sobrevino entonces una época de paz y prosperidad.

Historia de Obí

Obí era puro, humilde y simple, por eso Olofin hizo blanca su piel, su corazón y sus entrañas y lo colocó en lo alto de una palma. Eleggua, el mensajero de los dioses, se encontraba al servicio de Obí y pronto se dio cuenta de que este había cambiado.

Un día Obí decidió celebrar una gran fiesta y mandó a invitar a todos sus amigos. Eleggua los conocía muy bien, sabía que muchos de ellos eran las personas más importantes del mundo, pero los pobres, los enfermos y los deformados, eran también sus amigos y decidió darle una lección invitando a la fiesta no solamente a los ricos.

La noche de la fiesta llegó y Obí, orgulloso y altivo, se vistió para recibir a sus invitados. Sorprendido y disgustado vio llegar a su fiesta a todos los pobres y enfermos. Indignado les preguntó:

–¿Quién los invitó?

–Eleggua nos invitó en tu nombre –le contestaron.

Obí los insultó por haberse atrevido a venir a su casa vestidos con harapos.

–Salgan de aquí inmediatamente –les gritó.

Todos salieron muertos de vergüenza y Eleggua se fue con ellos.

Un día, Olofin mandó a Eleggua con un recado para Obí.

–Me niego a servir a Obí –dijo Eleggua –. Ha cambiado mucho, ya no es amigo de todos los hombres. Está lleno de arrogancia y no quiere saber nada de los que sufren en la Tierra.

Olofin, para comprobar si esto era cierto, se vistió de mendigo y fue a casa de Obí.

–Necesito comida y refugio –le pidió fingiendo la voz.

–¿Cómo te atreves a aparecerte en mi presencia tan harapiento? –le increpó el dueño.

Olofin sin disimular la voz exclamó:

–Obí, Obí.

Sorprendido y avergonzado, Obí se arrodilló ante Olofin.

–Por favor, perdóname.

Olofin le contestó:

Ozain

Hace mucho tiempo un hombre que era cojo, manco y tuerto, pero también poseedor de los secretos de las plantas, sus usos y aplicaciones, así como del lenguaje de todos los pájaros y los animales del monte, vivía en la tierra de los congos.

Su hogar era humilde, y a pesar de que todos le consultaban en busca de remedios para sus males o de alguno de los encantamientos para resolver sus situaciones personales, le pagaban muy poco, por lo que pasaba hambre y sufría todo tipo de privaciones.

Enterado Orula de la existencia del sabio, ideó incursionar en los tupidos bosques del Congo para encontrarlo. Muchos días caminó el adivino por debajo de inmensos y centenarios árboles que parecían desafiar al cielo con su grandeza.

Al fin, una mañana divisó una choza y se encaminó hacia ella para ver si obtenía algo de comer. Un hombre lisiado y con una voz gangosa, abrió la puerta y lo invitó a pasar, le brindó algunas viandas y un poco de café.

Cuando la vista del adivino se acostumbró a la semipenumbra de aquel lugar pudo divisar cazuelas y calderos llenos de palos y también güiros que colgaban del techo, adornados con plumas de las más diversas aves, ya no le cupo la menor duda: aquel sujeto era el brujo que él estaba buscando.

Hablaron largamente, Orula no podía esconder su enfado por las condiciones miserables en que se encontraba el sabio. Le propuso entonces que fuera a vivir con él en la ciudad de Ifé, donde había grandes palacios, calles entabladas y donde podrían, con sus conocimientos ayudar a la humanidad.

Osain consintió y le confesó que desde hacía mucho tiempo tenía pensado abandonar aquel sitio pero no había encontrado antes la oportunidad. Desde entonces Osain vivió con Orula, tuvo ropas limpias, comida abundante y fue muy feliz.

Orula e Iku

Olofin estaba ya viejo y muy cansado. “Tengo que abandonar las cuestiones del mundo”, pensaba constantemente. Fue así que un día decidió: “Voy a llamar a Orula y a Ikú a ver cuál de ellos elijo para sustituirme.”

–He decidido dejar los problemas del mundo –dijo Olofin–, y uno de ustedes dos deberá sucederme. Por eso los voy a someter a una prueba. El que soporte tres días de ayuno demostrará que es capaz de sustituirme.

Ikú y Orula se fueron del palacio de Olofin, dispuestos a permanecer tres días sin probar bocado pero al segundo día Eleggua se apareció en casa de Orula.

–Orula, estoy muerto de hambre, ¿por qué no me das algo de comer?

Orula comenzó a prepararle un akukó a Eleggua, pero fue tanto el apetito que se le abrió, que casi sin pensarlo mató una adié y la cocinó para él.

Después de la opípara cena, ambos se quedaron dormidos, no sin antes limpiar esmeradamente los calderos y enterrar los restos en el patio.

Aprovechando el sueño de su contrincante, Ikú –que también tenía mucha hambre– se llegó a casa de Orula y comenzó a registrar la cocina. Como allí no encontró nada, registró en la basura donde tampoco pudo encontrar ningún rastro de lo que había sucedido.

Eleggua, que duerme con un ojo cerrado y el otro abierto, no le perdía ni pie ni pisada al ir y venir de Ikú.

Al fin Ikú se puso a registrar en el patio y como vio la tierra removida, escarbó hasta que encontré los huesos de la adié y del akukó y comenzó a roerlos con afán. Fue el momento que aprovechó Eleggua:

–¡Ikú, así te quería agarrar! Ahora se lo voy a contar todo a Olofin.

Por eso, Orula es mayor que Ikú.

Oricha Oko

Después que Olokun lo invadió todo con sus aguas, a los habitantes del planeta no les quedó otro remedio que refugiarse en la montaña más alta.

Muchos fueron los intentos de llamar la atención de Olofin para que solucionara aquella situación tan difícil. Los hombres idearon hacer una gran torre que llegara al cielo, pero los albañiles de tanto trabajar aislados terminaron hablando un lenguaje que los demás no podían entender, otro tanto le pasó a los carpinteros y así a cada grupo de trabajadores.

De esta suerte surgieron distintos idiomas y se hizo tan difícil continuar que poco a poco fueron abandonando la construcción del edificio.

Un agricultor que se llamaba Oko tuvo una idea mejor. Con sus aperos de labranza hizo siete surcos inmensos en la montaña y sembró cada uno con plantas de un color diferente.

Una mañana que Olofin miró hacia la Tierra divisó el dibujo que Oko había realizado. Tanto le gustó que de inmediato ordenó que se hiciera un puente con siete colores iguales a los que estaban en la montaña para que el autor de aquella maravilla pudiera subir a su palacio.

Cuando Oko le contó lo sucedido, Olofin indignado le ordenó a Yemayá que encadenara a Olokun en el fondo del mar.

Oko volvió a la Tierra que ahora tenía más espacio para cultivar, porque las aguas del mar se habían retirado. En la medida que los hombres conocieron de su hazaña comenzaron a llamarlo Orishaoko.

Olofin decidió que Oshumare, el arco iris, bajara de vez en cuando a la Tierra como recuerdo de aquel suceso.

El tesoro de Iroso

Había un hombre que se encontraba muy mal de situación. Por donde quiera que metía la cabeza toda le salía mal. Un día decidió ir a ver a Orula para que lo registrara. El adivino le dijo que su desgracia venía por su propia cabeza, que había sido malagradecido y por eso ahora tenía a la Muerte atrás. Para salvarlo le indicó hacer rogación con una lata de epó, dos gallinas, dos pollos y la ropa que llevaba puesta, y luego ponerla al pie de un árbol seco. Cuando hiciera esto sentiría un ruido muy grande pero que no se asustara y mirara a ver por qué se había producido.
Mucho sacrificio tuvo que hacer el hombre para obtener las cosas necesarias para el ebbo, pero al fin lo hizo. Buscando un árbol seco para depositarlo, llegó al jardín de un castillo en ruinas, donde encontró el lugar apropiado. No más viró la espalda y un ruido estremecedor le hizo correr, pero recordando las palabras del sabio regresó al lugar.
Al pie de un muro recién caído encontró un gran tesoro, propiedad del antiguo dueño del lugar y que nadie había podido descubrir.
Cuando la fortuna sustituyó a la miseria, el hombre se tornó vanidoso y olvidó a Orula, así como a todos los que lo habían ayudado, por su felicidad duró poco, pues volvió a quedar en la pobreza, ahora para siempre.

Agayu

Agayu un hombre portentoso, casi un gigante, muy temido y admirado, llegó un día a las márgenes de un río y desafiando la corriente intentó cruzarlo sin ninguna ayuda, pero al sumergir sus inmensos pies en el agua, la poderosa reina Ochun dueña del lugar, golpeó con fuerza sus tobillos y lo hizo rodar entre los guijarros del fondo, convirtiéndolo en el hazmerreír de todos los presentes.Muchos días anduvo pensativo el orisha, hasta que una mañana, no pudo más con su resentimiento, arrancó de raíz un árbol de gran tamaño y con él en brazos corrió impetuoso hacia el río. Oshún sorprendida en su remanso se asustó tanto que lo dejó cruzar. Vencidos los rencores fueron desde ese día amigos inseparables.

Olokum

Yemaya era la esposa de Oggun, el temible guerrero que se las pasaba en constantes conflictos bélicos y sangrientas luchas.

La desdichada mujer, que no hacía otra cosa que llorar, tomó un día la fuerte decisión de acabar con las guerras. Fue a ver a Olokun y le suplicó enviara un castigo tan terrible que a nadie le quedaran deseos de continuar las luchas.

Olokun revolvió el fondo de los océanos y los mares comenzaron a botarse, los hombres morían por miles y las aguas destruían ciudades enteras.

Yemayá, arrepentida del mal que estaba causando, le suplicó a Olokun que cesara todo aquello, pero el orisha, enfurecido, no atinaba a poner freno a tan absurda situación.

Entonces la diosa le pidió a Obatalá que lo calmara. Este no logró que Olokun lo oyera y ordenó que lo ataran con cadenas en el fondo del mar para que todo volviera a la normalidad.

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